Una de las composiciones más bellas que escribió Ronsard en 1584, decía "bosque, alta mansión de pájaros silvestres ya ni el ciervo solitario ni los corzos ligeros pacerán tus sombras, y tu verde cabellera no volverá a ser rora por el sol del verano". Con esta elegía Ronsard atacaba a los leñadores del bosque de Gastine, que estaban acabando con el magnífico manto silvestre de l antigua provincia de Anjou.
Ya de antiguo el bosque era considerado como un freno a la expansión; ese adorno natural, cortaba el sentimiento de la propiedad.
Aunque el bosque, desarrollado de un modo laborioso, día a día, nada debía a la naciente civilización, fue ella precisamente quien lo hizo desaparecer.
En dos mil años, todos los bosques templados del Viejo Mundo fueron desprovistos de su manto protector. Tarde se dieron cuenta de que faltaba un elemento del paisaje, de que las aves habían desaparecido y trataron de hacer más lenta la destrucción sistemática de los bosques. El hombre, a pesar de su "saber" no puede realizar en una generación lo que la Naturaleza tardó siglos, milenios en crear, corregir y perfeccionar. Es muy loable el intento del hombre por repoblar los bosques, con especies seleccionadas por su fácil desarrollo o rápido crecimiento. pero volvemos, por desgracia, a sufrir no la tala indiscriminada del bosque como se quejaba Ronsard, sino la acción de manos asesinas que queman lo poco que va quedando de pequeñas zonas de bosques de lo antaño era el mejor conocido de todos los medios silvestres, el bosque templado del Viejo Mundo. Uno de los habitantes de estos bosques es el ratonero común -Buteo buteo- de cincuenta y siete centímetros de longitud, esta falconiforme es de todos los ratoneros y pequeñas águilas, el más común, su amplia variedad de plumaje hace difícil su identificación, leí en un tratado antiguo que esta dificultad era salvada por los especialistas en aves, con la afirmación de : Éste es un ratonero común hasta que pueda demostrarse lo contrario".
El poderoso ratonero común, que tiene una envergadura de casi metro y medio, posee un veloz vuelo y ataca con picotazos rápidos y precisos. Tras hacer su nido en lo alto de los mayores árboles del bosque y de protegerlos con musgos y plumas, el ratonero vigila atentamente sus crías. Aunque tanto macho como la hembra se turnan para incubar, aquel de los dos que no está ocupado en esta tarea suele fijarse en un tronco alto, en el límite de un claro. Se mimetiza con el árbol y se le podría tomar como una rama; pero basta que ante su vista inquisidora aparezca un ratón de campo, un pájaro o una ardilla, para que, como el rayo, caiga sobre él con las garras abiertas y su ganchudo pico dispuesto a descargar el fatal golpe. El ratonero común suele utilizar el mismo nido de años anteriores, remozándolo de tal manera que al pasar el tiempo se convierten en una elevación de más de medio metro de altura.
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